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Lloramos tanto a Blanca

La semana pasada, cuando la mentalista de los famosos murió, fue posible leer títulos como “Dolor por la muerte de Blanca”. ¿Quiénes lloran a Blanca Curi? ¿Sus familiares? ¿Sus clientes? ¿El pueblo? Es posible que Mirtha Legrand le dedicase un párrafo conmovedor, ya que siempre tuvo en su mesa un plato caliente para ella, instigando la sospecha del espacio rentado. “Dolor por Blanca”. La muerte sorpresiva dispara el título fácil, el lugar común. La muerte lo es: nos espera a todos a la vuelta de la esquina. Por eso, cruzar el umbral, o el instante en que la vida cesa, no es excusa para apologías ni para la omisión piadosa.

El fin de la vida de alguien que se ha enriquecido a expensas del anhelo de muchos por creer en la realidad de la videncia o en la eficacia del tarot, merece algo más que el obituario de ocasión. No hizo falta tener la bola de cristal para ver venir el aluvión de necrológicas que ensalzaron cualidades, y desestimaron miserias, de la adivina muerta. Como sucede con otros llamados mediáticos, el peso del personaje ya difuminaba las circunstancias por las cuales llegó a disfrutar de cierto prestigio social.

Blanca Curi, Antonio Las Heras, Herrou Aragón, Aschira, Horangel, Fabio Zerpa y tantos otros no son, apenas, oportunistas que han vivido, o viven, de la credulidad de sus semejantes. Son las aristas visibles de un remoto andamiaje social. Jesús dividió las aguas y restituyó la vista a los ciegos, Aladino invocó al genio de la lámpara para cumplir sus deseos y a lo largo de la Historia otros héroes, reales o ficticios, ofrecieron su cuota de poderes sobrenaturales, amuletos maravillosos y otras iconografías mágicas.

La creencia en la astrología o que existen individuos que poseen facultades psíquicas trasciende a las figuras de fama más o menos paranormal. Las generaciones se renuevan. Un buen día, la magia de Carlos Luconi se desvaneció y fue sustituida por la picardía de Ricardo Schiariti. Otro día la escoba de Lily Süllos dejó de barrer y la retomó Leevon Kennedy, beneficiada por un módico atenuante: el que crea en quien dice ser –hija ilegítima de JFK y Marilyn– merece ser despojado hasta de la pelusa de los bolsillos.

Pero la promoción de la videncia no empieza en la tele. Los medios amplifican un fenómeno de base: todos los días, millares de brujos y mentalistas ofrecen sus sospechosos talentos en clasificados, afiches callejeros o imanes de heladera de todo el país y más allá. Las afirmaciones mágicas son sistemas de signos propios de las culturas. Son prácticas arraigadas y difíciles de regular; el límite sólo lo pone la estafa flagrante.

En los noventa, tres grupos de parapsicólogos intentaron armar un marco legal para evitar controles que exijan, por ejemplo, probar la efectividad de sus pretensiones. Una asociación sedujo al ministro menemista Erman González, quien estuvo dispuesto a impulsar una colegiatura para las actividades mánticas. Ninguna de estas iniciativas prosperó, sirviendo en bandeja un inquietante argumento a los refutadores de hechicerías.

La predisposición social a aceptar la realidad de los milagros es indiscutible: siete de cada diez argentinos los creen posibles. Algún antropólogo podría arriesgar que la preexistencia de estas creencias debería desdramatizar la insoportable visibilidad de ciertos personajes. Ahora, ¿eso justifica que nos acompañen hasta en el desayuno?  A nadie le sorprende que un productor radial entreviste a un astrólogo para consultarle si saldrá el sol o lloverán sapos, está naturalizado que las visiones de un paragnosta adornen los pronósticos deportivos y hay rabdomantes que buscan desaparecidos escaneando retratos con péndulos, a pedido de ciertos programas de televisión.

Entre medios de difusión y brujería hay un perverso sistema de alianzas que satisface necesidades complementarias. El medio entretiene o pelotudiza con ilusiones a costo cero. Y el vidente usa la celebridad que el medio le presta para persuadir a sus potenciales clientes de su legitimidad, como si una carta natal fuera más creíble porque un eventual acierto alcanzó los titulares de Crónica TV, y no porque algún estudio hubiese demostrado, en vez de refutado, la influencia de astros distantes sobre la materia.

También se da una relación perversa entre quienes ofrecen servicios mágicos y los consumidores. ¿Quiénes consultan a brujos, tarotistas o adivinos? No son personas que estén pasando por su mejor momento. Pasan, más bien, por el peor. Son hombres y mujeres golpeados. Han buscado respuestas por todas partes y acuden al nigromante aconsejados por amigos, avisos o notas periodísticas, que instalan a estos personajes sin cuestionar los dones que pretenden poseer. Los clientes son personas con las defensas bajas, con las pilas gastadas, incapaces de madrugar la picardía de quien detenta el control del “escenario terapéutico”. Difícilmente denuncien estafas o engaños: visitar a un exégeta de la borra de café, a una numeróloga, a una tarotista, tiende a ser un tipo de cita tanto o más vergonzante que el burdel (no en vano Blanca Curi insultó hasta en arameo a Tangalanga, cuando en una de sus llamadas preguntó a la vidente si en su departamento funcionaba un prostíbulo.)

La televisión, la radio y los medios gráficos (especialmente las revistas femeninas) igualan a los prestadores de servicios de adivinación con otras voces (cuando no las sepultan, sobre todo si son científicas). Esta tradición mejora la imagen de prácticas que –salvo el caso de quienes las consumen a modo de diversión– no sólo no resuelven sus problemas sino que les suma otros: daños imaginarios, enemigos irreales, diagnósticos erróneos o interesados y otras “visiones” que crean la ilusión de haber solucionado conflictos que siguen intactos, aumentando el estado de desamparo, incertidumbre e indefensión.

El mito positivista del consultante desolado, desesperado, acosado por problemas médicos, familiares o laborales que “pertenece a las clases bajas” o “posee escasa cultura” tampoco ayuda a entender el fenómeno, siendo prácticas que reclutan entre su clientela a todas las capas sociales y niveles educativos. El “éxito” del adivino moderno descansa en la lectura en frío, la sugestión, la memoria selectiva, los recuerdos tergiversados y en el temor a denunciar a quien podría hacer un “daño”. Es, en este caso, el temor al poder. “Los seres humanos –escribió Karl Popper– se sienten inclinados a venerar el poder. Pero la adoración del poder es una de las formas más despreciables de idolatría y servidumbre. La veneración del poder nace del miedo: de un sentimiento que despreciamos con razón”.

Seguimos sin saber quiénes, o por qué, lloran a Blanca. Sin duda, familiares y amigos tendrán sus motivos, imposibles de cuestionar. De lo que caben pocas dudas es que ejerció un oficio poco virtuoso: el tenebroso poder psíquico de los adivinos huye de los controles científicos como los escépticos huyen de tomarlos en serio.

No es una ecuación en equilibrio: ganan los que prueban sus afirmaciones y no hacen promesas sensacionalistas.

Alejandro Agostinelli